17 abril 2009

Mamá rutina

La tan denostada rutina nos emparenta sin querer con un montón de gente con la que compartimos los lugares y horarios de nuestro día a día. Y como en todas las familias, con algunos tenemos una afinidad especial mientras que a otros los soportamos a duras penas y porque no nos queda más remedio. Éste es el caso de esa madre implacable que tortura a sus dos retoños de entre 7 y 10 años con una conversación en inglés absolutamente antinatural a las ocho de la mañana: "this is a chair", "this is a window", "this is a bag", "this is a door"... La Señorita Poppins hace inventario de todos los elementos del vagón martilleando los cerebros somnolientos de sus hijos y de todos los viajeros que no disponen de un mp3 con el que protegerse, ni de una lectura lo suficientemente absorbente para poder ignorar su voz. Ojalá algún día, uno de los pequeños reuniera el valor necesario para contestar a su madre en voz alta lo que se puede leer claramente en su cara y en la del resto de los improvisados compañeros de clase: "¡¡¡¡This is a hell!!!!". Afortunadamente hemos llegado a Alonso Cano y la tortura finaliza, hasta mañana.

Como compensación, mamá rutina trae a este mundo subterráneo un hermano del que no sé el nombre pero sí otras muchas cosas. Hacemos juntos el camino de ida entre las estaciones de Antonio Machado y Gregorio Marañón, y algunas veces, también el de vuelta. Mi hermano sólo tiene una discapacidad que al estar reconocida por la Comunidad de Madrid le hace merecedor de la medalla de discapacitado, carga de la que nos libramos los que tenemos discapacidades no reconocidas por múltiples que sean. Desconozco el diagnóstico exacto pero puedo intuir que pertenece a ese amplio y heterogéneo grupo de trastornos a los que acecha el espectro autista. Es una ironía, que a simple vista, cualquiera de los que vamos en el vagón parezcamos mucho más autistas que él. Cada uno a lo suyo: el libro, el periódico, la PSP o las musarañas porque algunos ni siquiera hacen el esfuerzo de buscar una coartada. Él, sin embargo, no se cansa de saludarnos cada día. Tal vez le conozcáis. Te pide que choques su mano extendiendo los dedos todo lo que puedas. "¡No! Así" Quiere que los eches más para atrás, como lo hace él, pero no podemos. Te mira la mano fascinado porque ha descubierto por sí sólo (y con esto, el discapacitado ya gana por 2 a 0) el secreto que a mí tuvo que revelarme aquel gran hombre que fue el mejor de mis profesores en la universidad: "Las manos de los autistas son diferentes". Diferente, es una característica tan imprecisa como misteriosa. Esa era su forma de mantenernos absortos en clase. Tratábamos de desentrañar el enigma de los trastornos de la cognición a través de las pistas que él nos proporcionaba tan hábilmente, dosificando la información con cuentagotas. Por la edad que aparenta mi hermano, es muy probable que alguna vez pasara por la consulta de aquel hombre que fue el mayor experto del país en la materia. Avanza de un vagón a otro chocando manos y pienso si tal vez fue el protagonista de alguna de las anécdotas que mi profesor nos contaba sobre sus pacientes. En honor al maestro, decido que este chico lleva su nombre. Estoy segura de que si se conocieron, el espectro que planea sobre mi Ángel no pudo evitar que sintiera la muerte de Rivière tanto como yo.

Cada día, a las 8:15 de la mañana la silueta de un hombre delgado se erige sobre el andén de Francos Rodríguez. Si hace mucho frío, cazadora oscura forrada de borreguillo y gorra. Si es lunes o viernes, es probable que el maletín habitual sea sustituido por un ordenador portátil. Si llueve, un paraguas largo y firme, como una metáfora de sí mismo, que utiliza a modo de bastón mientras espera inmóvil que aparezca el metro, que se parará obediente para abrir una de sus puertas frente a él. Se sentará en uno de los asientos laterales, más cómodos porque permiten recostar la cabeza, para hacer más llevadero el camino a Las Musas. Cuando parece dormido, aprovecho para observar esas cuencas hundidas, que me recuerdan tanto a mi abuela. Sus ojos se entreabren varias veces a lo largo del trayecto para averiguar en qué estación estamos y me sorprenden pensando: "Este señor es Don Quijote vestido de paisano" Y le bautizo "Alonso Quijano, pues". Hemos llegado a nuestra estación y se sitúa en la puerta que parará frente a la salida. Su método es tan infalible que es más fácil creer que el conductor le obedece de nuevo y para dónde sea preciso con tal que esto suceda. Sube ágil las escaleras mecánicas. Yo detrás, como Sancho. Mi paso es más rápido porque llego más tarde. Así, por un momento coincidimos en el mismo escalón, prácticamente a diario, y en ese instante, los dos observamos con el rabillo del ojo la estampa de la pequeña familia que formamos. Sólo hablamos una vez que él se durmió y yo le desperté ("Señor") y me lo agradeció con una sonrisa que nunca antes había visto en su rostro. Me preocupa que su edad cercana a la jubilación me deje huérfana por las mañanas. Antes de que eso suceda, espero atreverme a aminorar el ritmo algún día y seguirle a su trabajo, aunque eso suponga llegar tarde al mío una vez más y que me lo descuenten de la nómina. En realidad, no me preocupa tanto eso como profanar una ilusión que me ayuda a levantarme por las mañanas.

Feliz lunes, familia.