
Los Trabubus venían a casa (aunque no comíamos setas) a hacer todo tipo de fechorías. Con "la Ros" eran especialmente apasionados, la sacaban de la cama y se la llevaban al picadero todas las noches, y con Ariuca especialmente agresivos porque amanecía con los brazos llenos de estigmas y las bragas ocultas en el último rincón de la casa. Algunos trabubus más detallistas nos dejaron una flor de plástico prendida con una pinza en el aluminio de la ventana y dos trajes de flamenca en el armario que, a falta de los habituales retoques en el escote, me venían como un guante. De lo único que me arrepiento es de no haber hecho alguna de esas cosas cotidianas, como sacar dinero en un cajero o esperar el autobús vestida de esa guisa, y limitarme a probármelos en la intimidad de la casa de la Juani, nuestra casera.
Una noche, los Trabubus intentaron quedarse con el dinero de nuestro bote, pero encontraron las botellas que la Juani escondía bajo las faldas de la mesa camilla de la habitación y debieron de cogerse tal moco que se dejaron nuestro monedero caído en el suelo, y a la mañana siguiente, después de mucho buscar, logramos encontrarlo.
Durante el día, los trabubus nos acompañaban a todos sitios. Nos pintaban de rojo a cachitos mientras tomábamos el sol en la playa (bueno a todas menos a Maricruz, como ella ya les conocía la respetaban más), anulaban nuestros pedidos para que nos comiéramos las sobras de las pizzas de otros clientes y ayudaban a los camareros a impresionarnos con sus trucos de magia. Incluso conocimos a un trabubu taxista de metro ochenta y cinco que nos hizo de chófer particular.
Y es que la Frontera que da nombre a Jerez, debe ser la que les separa de Trabubulandia, y se la han dejado abierta.